El Evangelio de este domingo nos conduce a una pregunta profunda que resuena a lo largo de las generaciones de creyentes: ¿qué es lo que realmente está en el centro de nuestra fe? ¿Qué es lo que exige nuestra mayor atención y devoción? Esta pregunta no solo nos invita a reflexionar, sino que nos reorienta, llamándonos a redescubrir la manera en que interpretamos y vivimos la Palabra de Dios. ¿Nos guiamos solo por la “letra” o estamos llamados a abrazar el “espíritu” que da vida a la ley?
La enseñanza de Jesús nos desafía a adoptar una actitud de escucha atenta, el rasgo esencial del discípulo. Escuchar, en su verdadera esencia, es mucho más que un acto pasivo; es una respuesta dinámica y transformadora a la Palabra Divina, una Palabra que debe concretarse en actos de profundo amor y misericordia. El escriba, que mereció el elogio de Jesús por “no estar lejos del Reino de Dios,” comprendió esta distinción.
Para él, el corazón de la fe iba más allá de la adhesión estricta a las normas. Entendió que la verdadera esencia de la ley no reside en sus requisitos precisos —la “letra”—, sino en la intención amorosa con la que debe ser escuchada, acogida y vivida.
De este modo, Jesús revela una jerarquía de valores donde el amor ocupa el lugar supremo, un amor que “vale más que todos los holocaustos y sacrificios.” El espíritu de la ley, que encuentra su plenitud en el amor, trasciende los límites de la observancia ritual.
Es una invitación a vivir la alianza con Dios y con el prójimo, una alianza que alcanza su profundidad en el amor sacrificial de Cristo. El Evangelio de hoy nos exhorta a encarnar una fe que brota de las profundidades del amor, un amor que ve más allá de las acciones y alcanza la intención que hay detrás de ellas.
En este lugar, la letra encuentra su plenitud en el espíritu, y nuestra fe se transforma no solo en una creencia, sino en una manera de ser, enraizada en el amor eterno de Dios.