Al llegar al final de otro año litúrgico, se nos invita a elevar la mirada más allá de lo inmediato, contemplando la plenitud que nos espera en el "fin de los tiempos". Este no es solo un concepto distante, sino la promesa de un encuentro definitivo con Dios-Trinidad, donde toda la historia encontrará su sentido. Para cada uno de nosotros, esta plenitud se concretará en el momento de nuestro encuentro personal con el Señor, el fin de nuestra peregrinación terrena.
En este movimiento de contemplación, miramos simultáneamente hacia atrás —al pasado redentor de Jesús, quien caminó entre nosotros y dio un rostro humano a la eternidad— y hacia adelante, a la consumación de la Historia. Y, en este equilibrio, estamos anclados en el "aquí y ahora", el lugar concreto donde estamos llamados a vivir y dar testimonio.
Al hacerlo, percibimos la verdad intemporal de las palabras de Jesús. Los tiempos han cambiado, las culturas se han transformado, las ideas han evolucionado, y, sin embargo, la Palabra de Jesús permanece como un "punto firme" en medio de todos los cambios. Esa Palabra no es solo un texto escrito, sino una realidad viva, encarnada en aquellos que lo siguen, renovando el mundo en cada generación.
La "incertidumbre del tiempo presente", tan bien descrita por San Pablo, no debe desviar nuestro enfoque. Por el contrario, es precisamente en esta inestabilidad donde encontramos la necesidad de fijar nuestro corazón en el Único que no cambia: "el Amén, el Testigo fiel y verdadero, el Principio de la creación de Dios" (Ap 3, 14). Él es la roca sobre la que podemos construir, la seguridad que el corazón humano anhela.
En este final de ciclo litúrgico, se nos llama a un doble movimiento: recordar con gratitud el pasado y avanzar con esperanza hacia el futuro. Es en el presente, en el compromiso concreto con nuestra fe, donde la eternidad se manifiesta, pues la Palabra que "no pasará" quiere hacerse viva en nosotros, hoy. Que este tiempo sea una invitación para reavivar la confianza en Dios, permaneciendo firmes en lo que permanece: el Amor que transforma todas las cosas.
Al vivir este tiempo, reconozcamos que el "fin de los tiempos" no es un término aterrador, sino el comienzo de una plenitud que ya se insinúa en nuestro hoy, en la certeza de que nuestro Dios es fiel y permanece para siempre.